Comentario
El búnker estaba casi incomunicado. Sólo el sistema de enlaces permitía tener una visión bastante clara de lo desesperado de la situación en Berlín. Desde el exterior apenas si había noticias: la artillería soviética había pulverizado la Cancillería y la mayoría de las antenas y enlaces radiofónicos y telefónicos estaban cortados.
Por medio de la radio italiana Hitler se enteró de que su amigo y aliado, Benito Mussolini, había sido ejecutado junto a su amante Claretta Petacci a orillas del lago Como y que muchos dirigentes fascistas habían sido fusilados. Lo que, al parecer, impresionó más a Hitler fue que los cadáveres colgasen cabeza abajo en la estación de gasolina de la Standard Oil, en la Piazale Loreto de Milán. Evidentemente aquella noticia le reafirmó en su intención de suicidarse.
Pero aquel terrible domingo le quedaba a Hitler un ligero resquicio de esperanza. A las 7,35 de la tarde, aún enviaba a Keitel un mensaje: "Necesito saber inmediatamente: 1. ¿dónde están las vanguardias de Wenck?; 2. ¿cuándo atacaran?; 3. ¿dónde está el IX Ejército?; 4. ¿en que dirección avanza?; 5. ¿dónde están las vanguardias de Holste?" (16).
La desesperanzadora respuesta de Keitel tardó cinco horas en llegar, pero otras malas noticias alcanzaron el búnker antes de media noche. El jefe de la defensa de Berlín, general Weidling, comunicó que se luchaba con gran intensidad ante el Reichstag, en la Wilhelmstrasse y en la estación de Potsdam, a tres o cuatro manzanas de distancia. La situación de las municiones era desastrosa, escaseando los proyectiles de los cañones antiaéreos (utilizados contra los carros) y los panzerfaust (17). Según el general, sería muy difícil resistir 24 horas más.
La reunión militar terminó poco antes de la una. Al final había llegado el esperado mensaje de Keitel, crudamente real por una vez: Wenck no podía avanzar; el IX Ejército se batía en una terrible retirada y bien podía decirse que había dejado de existir; Holste era acosado y estaba amenazado de cerco.
Hitler se iba a dormir cuando, a instancias de Eva Braun, la servidumbre, enfermeras, personal subalterno de la administración se reunió en un pasillo y pidieron despedirse de él. A una mujer que tuvo un ataque de histeria le cortó con sequedad: "Hay que aceptar el destino como un hombre".
El treinta de abril se levantó tarde. Tras afeitarse con especial esmero, se vistió un traje negro con camisa verde oliva. Junto a él se presentó a desayunar Eva, con vestido azul marino de lunares blancos. Estaba muy pálida, pero se esforzó porque no se le notara.
Hitler mantuvo, después, la última reunión con su gabinete de guerra. Ninguna noticia del exterior, salvo que Wenck seguía junto a Potsdam librando una difícil batalla defensiva en espera del IX Ejército, cuyas avanzadillas, destrozadas, comenzaban a traspasar sus líneas (18). En Berlín la situación era agónica. Los soviéticos avanzaban metro a metro hacia el Reicshtag, luchaban en los túneles de la Friedrichstrasse y la Vostrasse y eran dueños de casi toda la Potsdamer Platz... en suma, por el sur estaban a dos manzanas de la Cancillería y por el norte, a cinco.
Hitler se despidió de todos. Luego hizo un aparte con Bormann, ignorándose lo que hablaron. A las dos de la tarde almorzó ligeramente, acompañado de dos secretarias y de su cocinera. Cuando finalizó, llamó a su chofer, Erich Kempka, al que ordenó que llevara 200 litros de petróleo al jardín de la Cancillería. Tan importante era para Hitler que esto se cumpliera, que pidió a su ordenanza, Heinz Linge, que supervisara la operación.
Más aún, poco antes de la tres habló con su ayudante personal, Otto Günsche, al que comunicó que iba a suicidarse inmediatamente después junto con su esposa. Debería comprobar que estaban muertos y, en caso de duda, debería rematarles. Más tarde se ocuparía de que fueran incinerados totalmente "porque no quiero que mi cuerpo se exhiba en un museo de cera o algo parecido".
A una hora indeterminada Hitler habló, también, con su piloto Baur. Le regaló el retrato de Federico el Grande, obra de Lenblach, que conservaba en su cuarto de trabajo del búnker. También insistió en que se ocupara personalmente de la cremación de sus cadáveres.
Hacia las 3 y 30 de la tarde Hitler y Eva Braun se retiraron al estudio de baldosas verdes y blancas y cerraron la puerta. Un rato más tarde, hacia las 4 o quizás a las 4,15 sonó un disparo. Quienes estaban fuera esperando, Göebbels, Bormann, Krebs y Burgdorf, dejaron transcurrir unos minutos y luego entraron. Eva Braun había muerto envenenada. Su cabeza se apoyaba en el hombro de Hitler y en su boca estaban aún los vidrios de la ampolla del veneno. Hitler, cubierto de sangre, aún sostenía en su mano derecha la pistola Walther 7,65 que le sirvió para dispararse un balazo al cielo de la boca, pero para asegurarse la muerte también había roto con los dientes, casi simultáneamente, una cápsula de veneno.
Seguidamente, dos hombres de las SS envolvieron a Hitler en una manta y lo llevaron hasta el jardín de la Cancillería; Bormann hizo lo mismo con Eva Braun y luego entregó el cuerpo a Kempka. Colocaron los cadáveres juntos y les rociaron con las latas de petróleo dispuestas allí al lado. Prendieron la hoguera y se retiraron hacia el refugio, desde donde, brazo en alto, presenciaron la cremación durante algunos minutos.
Casualmente en aquellos momentos la artillería soviética no disparaba en aquella dirección, pero mientras se consumía la hoguera volvieron a sonar los escalofriantes silbidos de "los órganos de Stalin" y los cañones alemanes respondieron furiosamente. Todos penetraron en el refugio con prisas.
Esa noche, los soldados soviéticos penetraban en el Reichstag y colocaron en su azotea una bandera soviética, aunque la lucha se prolongaría, piso por piso, escalera por escalera, doce horas más. Simultáneamente, Bormann y Göebbels trataron de alcanzar una negociación con el jefe soviético que coordinaba las operaciones de Berlín, Chuikov, el hombre que resistió el asedio de Stalingrado, quien exigió la rendición incondicional.
Göebbels, después de envenenar a su esposa e hijos, se suicidó el 1 de mayo. Bormann murió en la madrugada del 2 de mayo cuando trataba de abrirse paso con un grupo de ocupantes del búnker hacia el Oeste. Horas después, el general Weidling rindió a Chuikov lo que quedaba de Berlín: un montón de ruinas y unos 70.000 hombres.
Había concluido el último gran holocausto de la guerra. Sólo en la batalla de Berlín se calcula que murieron más de 300.000 personas: la mitad eran atacantes soviéticos; el resto, defensores y habitantes de la ciudad (19), que fue la más destruida de todo el conflicto. Se estima que sobre ella fueron arrojados más de 80.000 toneladas de explosivos, a parte de los empleados durante los diez días de lucha en sus calles.